Carta a una chela

Una sola chela cambia el mundo. Con tan solo un minuto a su lado, en este planeta atestado de competitividad y de cifras, se puede asir un pedacito del Edén.

Narra - Literatura

2021-04-06

Carta a una chela

Columnista:

Daniel Riaño García

 

Asistir a una cita con una burbujeante y sensata bebida —de ojos grandes y de boca pequeña— resulta indispensable en un mundo plagado de bélicos y desatinados políticos que amenazan cada mañana con una nueva guerra. Los noticieros hablan todos los días de sangre y muerte, mientras que la chela apacigua los temores causados por la ansiedad y el inminente exterminio que nos respira en la nuca. Ya sea en clima frío o caliente, siempre se va a sentir esa extraña resequedad en la garganta que nos insita a observar, agitar suavemente, oler y beber al menos una.

En ocasiones, la chela (o cerveza), nos hace hablar de más, al punto de pelearnos con ella. Nos termina diciendo cosas hirientes –al igual que nosotros lo hacemos con ella en medio de la borrachera–, sin embargo, al volver a besar sus burbujeantes labios, que siempre nos dicen que se puede beber un sorbo más, nos volvemos débiles y alelados; perdemos la dignidad y decidimos acompañarla hasta que se asome la mañana.  

Realmente nos hace sentir cómodos y a gusto en situaciones en que no lo estamos. Le encanta hablar y a nosotros escucharla; así a veces se nos olviden algunas cosas que nos haya dicho la noche anterior. Es más sincera y leal que muchas otras personas. Es una pareja perfecta para bailar; así uno no tenga la más mínima idea de cómo hacerlo. Nos hace reír a carcajadas. La chela es demasiado consentida, aunque, también es independiente. Ríe de nuestros chistes, así no sean graciosos. A ella no le importa si somos altos, chiquitos o feos.

En Colombia, su consumo se encuentra ligado a la industria del entretenimiento, lo cual es razonable, ya que después de unas horas de su compañía empezamos a decir: «¡Que no nos esperen en nuestras casas!». Para nadie es un secreto que con el primer contacto con una pola (o chelita) corre una alegría indescriptible por nuestras venas; causando, poco a poco, en nosotros esa famosa y beatífica oración: «la última y nos vamos».

Tal vez para impresionarla, cuando ya hemos bebido las primeras, nos creemos abogados, físicos, filósofos, expertos bailarines y hasta poetas… Cuando parte de ella se encuentra en nuestro torrente sanguíneo empezamos a pensar que dejarla sería un sacrilegio: es en ese momento en el que ya nos creemos realmente invencibles y atractivos y empezamos a hablar con todo el mundo (eso sí, sin soltarla ni para ir al baño). Cuando ya todo está perdido, dialogamos sobre política, religión y, hasta, sobre teorías cosmogónicas. Simplemente nos hace héroes en un mundo que está lleno de mentirosos.

Una vida sin ella, sin su aroma, sin su presencia, debe ser desgarradora. Su nombre y apariencia transmiten sonoridad y belleza. Cuando nos despedimos de ella, sentimos que se va un pedazo de nuestras vidas (puede ser por el guayabo) y cuando vuelve nos sentimos completos de nuevo. El problema es que vuelva, ya que ella suele recordarnos, si la hemos embarrado, lo que se hizo y dijo –tiene una memoria sagaz–. En este caso es necesario agachar la cabeza y pedirle perdón por las ofensas, no obstante, si no vuelve, hay que regalarle flores amarillas a su tristeza y coquetearle a su espumoso orgullo hasta que acepte una nueva cita (y no volverla a cagar nunca más).

¡Qué sed se siente!, ¡qué necesidad de su cobijo! Una chela, en la mañana o en la noche, da gozo al corazón. Sacar una de la nevera se traduce en libertad. Es la bebida de los dioses. Una sola cambia el mundo. Con tan solo un minuto a su lado, en este planeta atestado de competitividad y de cifras, se puede asir un pedacito del Edén. Muchos (pero creo que yo más que nadie) quisiéramos aprender a no hacerle daño para no perderla, para degustarla, mirarla, valorarla, nombrarla… Antes de morir quisiera estar en sus brazos, embriagarme de su ternura y de sus defectos.

El lector, al finalizar esta carta, puede pensar que esto está escrito para una mujer (y puede que sí). Lo cual ya queda a su imaginación. Pero es que quién no se rinde ante una mujer, de más de 6000 años, usada por los sumerios en sus panes remojados con agua fermentada. Qué hombre es capaz de decirle que no a una bebida de romanos y monjes. Por la compañía de una chela dejaríamos la billetera, los zapatos y hasta la casa empeñada si fuese necesario. Tiene sus errores y su genio, a veces puede ser amarga o dulce. Pero darse una segunda, tercera, cuarta… oportunidad, con ella, siempre va a ser necesario. No existe una sola palabra que describa la importancia de una chela, ella es el testimonio de que la vida, con todas sus adversidades y desdichas, vale la pena.

 

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Daniel Riaño García