Bolsonaro, el monstruo que inventamos

La democracia es un sofisma. ¿Cómo hace un exmilitar para convencer a un pueblo de que el hambre y la violencia se acaban aumentando el número de militares en el gabinete presidencial?

Opina - Política

2018-10-30

Bolsonaro, el monstruo que inventamos

Todos somos culpables, pero nadie quiere hacerse responsable. 57.797.464 brasileños votaron por Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales. 10.756.604 de votos más que su adversario, dos veces la población de Uruguay.

Hace un año, el confeso racista, homófobo, evangélico y militarista era un outsider. Un diputado que en seis legislaturas consiguió generar muchas polémicas y solo logró que el parlamento aprobara dos propuestas suyas. El flacucho de mirada y vos insidiosa, criado por un dentista en una zona rural de la ciudad más grande de Suramérica, era uno de esos locos que va por la calle disparando disparates que casi nadie toma en serio.

Hay quienes dicen que en la vida todo llega tarde, incluso el miedo. Antes de la primera vuelta Bolsonaro era la caricatura de unas elecciones fangosas. La llegada del exmilitar al Palacio de Planalto la suponíamos imposible hasta en una historia de ciencia ficción. A pesar de la supuesta impopularidad de su discurso y el desinterés de la matriz mediática, él insistió en el plan A, no tenía otro, Nunca reculó.

Continuó invocando la dictadura militar, puso a Dios por encima de quienes inventaron a Dios, pagó millones de reales para empantanar las redes sociales con falsas verdades, promovió el fascismo, y mencionó hasta el cansancio la enfermedad endémica que sufre Latinoamérica hace 500 años, pero nunca dijo cómo acabaría con ella.

En la primera vuelta sorprendió. Las urnas reportaron más Bolsonaros de los imaginados. El mundo viró hacia él. Los intelectuales escribieron cartas, predijeron una desgracia, obraron como si fueran nuestra conciencia. Los medios trataron de deslegitimar objetivamente el discurso de Bolsonaro aduciendo que era una amenaza para la democracia, aunque todavía nadie sepa realmente qué significa democracia.

En el fondo, ellos, los medios y nosotros, teníamos claro que era tarde. Bolsonaro era un hecho. Un síntoma. Una pesadilla hecha realidad.

Como en la vida, en la política son necesarios los referentes. Personas, mecanismos o formas dignas de imitar. Democracias que demuestren que el mundo puede ser un invento menos brusco y vulgar. Brasil fue, hasta hace poco, un faro latinoamericano. Su poderío económico y su desarrollo democrático hicieron de la cuna de Pelé y Machado de Assis un envidiable ejemplo de progreso social para todo el continente.

Brasil hoy es ejemplo de todo lo que no se debe hacer. Ha sido una década oscura para el Estado brasileño. Con la caída de los precios de las materias primas, Dilma Rouseff no pudo darle continuidad al clientelismo burocrático que heredó del último periodo presidencial de Lula.

La popularidad del Partido de los Trabajadores estaba erosionada, fue imposible esconder la putrefacción estatal. Las élites quisieron enviar un mensaje para demostrar que ellas eran las dueñas del país y, con la complicidad de las instituciones, echaron por la borda a Dilma y encarcelaron a Lula. La recesión de 2016 y 2017 obligó a que el Senado congelara el gasto federal durante 20 años. La deuda pública equivale al 77,3% del Producto Interno Bruto.

La pobreza extrema incrementó 11%, a finales del año pasado había catorce millones de pobres demasiado pobres. La tasa de desempleo es del 12,1%, casi el triple en comparación con las elecciones de hace cuatro años. De las 50 ciudades con mayor tasa de homicidios por habitantes en el mundo, 17 están en Brasil. En 2017 el país registró, 63.880 homicidios, es decir siete asesinados cada hora. Cuesta creer que con Bolsonaro la horrible noche cesará.

Se supone que la democracia nos la inventamos para que esto no pasara. Por eso la veneramos, y la defendemos como el más perfecto de los imperfectos. Se supone que la democracia le permitiría a Bolsonaro decir que “los negros no sirven ni para procrear” en sus redes sociales, pero no en cadena nacional.

No es culpa de la democracia que un racista sea el presidente de un país donde más del 50% de la población es negra. Es nuestra porque, lo dijo Yuval Harari, “los humanos siempre han sido más duchos en inventar herramientas que en usarlas sabiamente”.

Todo indica que a la humanidad ya no le importa la marca. Si es made in democracia, dictadura, monarquía, da lo mismo siempre y cuando me represente beneficios. La democracia es un sofisma, un recipiente que cada cual llena con lo que quiere. La democracia no tiene la culpa, reitero, culpables son quienes velan por ella.

Tal vez algo de razón tenía el dictador Somoza cuando dijo que darles la democracia a los nicaragüenses es como darle un tamal a un niño recién nacido. Necesitamos replantear lo que significa el término. Pero también puede resultar revelador preguntarse cómo es posible que en la primera alocución presidencial, detrás de Bolsonaro, como si fuera su escolta moral, aparezca un hombre de piel muy negra.

Preguntarse ¿cómo hace el opresor para que el oprimido se enamore de él? ¿Cómo hace un exmilitar para convencer a un pueblo de que el hambre y la violencia se acaban aumentando el número de militares en el gabinete presidencial? Ojalá el efecto Bolsonaro sirva para que acojamos la inquietud de Lluís Bassets y discutamos esa máxima, según la cual, los conflictos en democracia deben resolverse votando. No podemos pedirles que opinen sobre los problemas del siglo XXI a personas que siguen votando con las convenciones del siglo XIX.

No demoran en tomar la palabra los positivistas para decir que Bolsonaro es un error necesario del cual aprenderemos. El antídoto contra la fantasía política lo encontró Aldous Huxley cuando dijo: «Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia».

Foto cortesía de: Telesurtv.

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Juan Alejandro Echeverri
"No sabia que quería ser periodista hasta que lo fui y, desde entonces, no he querido ser otra cosa".